Cabo de San Vicente, la incomprensible derrota española ante la «Royal Navy»
En 1797, una flota hispana de 24 navíos fue vencida por apenas 15 buques ingleses debido a las malas artes del oficial al mando
Trafalgar, Rocroi… Es posible contar por decenas las batallas en las que España no logró hacerse con la victoria. Sin embargo, en muchas de estas derrotas los soldados hispanos lucharon hasta la muerte agrandando más, si cabe, la leyenda que persigue a nuestro país. Por desgracia, el combate del cabo de San Vicente (ubicado en aguas portuguesas) no fue una de ellas. Y es que, aquel 14 de febrero del siglo XVIII, la Royal Navy dio una lección estratégica a un almirante español –José de Córdova- que, a pesar de contar con casi el doble de barcos que los ingleses, no supo llevar a sus soldados hasta el triunfo.
Corría entonces 1793, año en que ocupaba el trono español un escasamente avispado (de pocas luces, que se podría decir en la actualidad) Carlos IV. Sin embargo, parece que este monarca estaba más preocupado por tener entre las manos una escopeta de caza que un cetro con el que dirigir a sus súbditos, pues pronto dejó el poder en manos de su favorito, Manuel Godoy (favorito también de la reina quien, según las malas lenguas, disfrutaba «discutiendo» con él todo tipo de asuntos de estado en su alcoba).
Con todo, Godoy no se demoró en demostrar que su habilidad en la cama real era cuantiosamente mejor que su capacidad para dirigir España cuando, en su primera acción destacable como gobernador, ordenó invadir el sur de Francia en represalia por la llegada de la Revolución y la muerte del rey gabacho. No obstante, el fusilazo le salió por la culata pues, lejos de amedrentarse, la nueva «France» derrotó en múltiples batallas a los invasores hispanos y, meses después, demostró su capacidad militar conquistando varios territorios del norte de la Península.
Pintaban entonces las cosas muy azules, blancas y rojas para nuestro país, por lo que a Godoy no le quedó más remedio que tragarse su orgullo acompañado de una baguette y un croissant francés. Así, ya en 1796, el favorito real se bajó los calzones y firmó el humillante tratado, en el que España se comprometió a combatir junto a Francia en caso de que esta entrara en guerra con Inglaterra.
Concretamente, y en el caso de que comenzara la contienda, Godoy se vería obligado a aportar una cuantiosa flota de barcos y 18.000 soldados. A su vez, los galos se lavaban sus perfumadas manos en lo referente a soltar monedas y nos obligaban a correr con los gastos resultantes de la puesta a punto de los navíos y la movilización del ejército. Es decir, que además de meretrices, nos tocó poner la cama.
Como no podía ser de otra forma, este tratado no gustó demasiado en la pérfida Albión, donde, si ya llevaban meses haciéndonos la vida imposible cañonazo para arriba y abordaje para abajo, decidieron que era buen momento para iniciar las hostilidades. De esta forma, su Majestad Británica no titubeó y dio orden a la flota de hundir o apresar cualquier buque español que entrara en aguas guiris.
La flota española, un espejismo
Mediante este acuerdo, la Francia revolucionaria pensaba que recibiría el apoyo de una de las armadas más grandes del mundo. Y es que, según los números oficiales, España contaba en sus arsenales con una escuadra de los mejores buques que, por entonces, podían construirse en el mundo. Sin embargo, la flota hispana sufría en secreto de una dolencia letal: la falta de marineros con experiencia para dirigir aquellas máquinas de muerte marítimas.
«Arrojaba la revista de inspección pasada a las matrículas de mar el año 1787 un total efectivo de 53.147 marineros en las provincias de España e islas adyacentes, necesitaba para tripular los buques de guerra el de 89.350, de modo que, aun disponiendo de todos los inscritos, resultaba déficit de 36.200» destaca el ya fallecido historiador y militar Cesáreo Fernández Duro en su obra «Armada española (desde la unión de los reinos de Castilla y Aragón)».
Sin embargo, ni los franceses con su ansiedad de tomar Albión, ni los ingleses con sus cañonazos estaban dispuestos a esperar una nueva remesa de marinos españoles, por lo que no quedó más remedio que recurrir a soluciones variopintas para poder sacar los navíos de puerto. «En principio se trató de suplir la cifra aumentando en los bajeles la infantería, y no bastando la providencia, se dio la de levas forzosas de vagos y gente de mal vivir, extendidas desde los muelles y playas, sucesivamente, a las poblaciones de todo el reino», completa el autor español.
Así pues, mientras que las tripulaciones inglesas destacaban por su rapidez, preparación, efectividad y experiencia, las de por aquí se caracterizaban por contar entre sus filas con ladrones y bandidos que, probablemente, no habían visto un mástil en toda su existencia. A su vez, los oficiales tampoco disponían de tiempo para entrenar a estos toscos e improvisados marineros en el arte de la guerra en el mar, lo que provocaba que muchos entraran en batalla sin haber disparado nunca un fusil, armado un cañón, o empuñado algún arma que no fuera un cuchillo de pan con el que atracar a algún viandante desprevenido tierra adentro.
De esta misma opinión era José de Mazarredo –oficial al mando de la principal escuadra española- quien, ese mismo año, fue expulsado de su cargo por dirigir una misiva a Godoy señalando lo que todos los capitanes de la marina de Su Majestad Católica pensaban, pero ninguno se atrevía a firmar: «Es verdad evidente e innegable que hoy la armada es sólo una sombra de fuerza muy inferior a la aparente, y que se acabará de desvanecer a la primera campaña».
A la caza
Con todo, y a pesar de la escasez de marinos entrenados, alimentos y medicamentos, la flota española se hizo a la mar en multitud de ocasiones para, a cara de perro, poner en jaque a las experimentadas tripulaciones inglesas mediante cañón y sable. Tal fue el caso de la flota inglesa del Mediterráneo la cual, dirigida por el veterano almirante John Jervis –quien, aunque de inglés tenía mucho, no contaba en su sexagenaria peluca británica ni un pelo de tonto-, salió corriendo (o navegando, más bien) de las aguas dominadas por la alianza con dirección a Portugal para evitar ser cañoneada.
Sin embargo, la suerte quiso que llegaran hasta Godoy noticias de la retirada británica, unas jugosas nuevas para alguien que, después de meter la pata hasta la altura de la ingle, estaba deseando volver a recuperar el prestigio perdido. «El de Madrid tenía informes exactos de la cortedad de la escuadra enemiga, y urgía a la nuestra para que se trasladara de Cartagena a Cádiz, sin atender a los requerimiento de gente, pertrechos y efectos de toda especie que la faltaban, en la creencia de que no los habría menester en travesía tan breve», añade Duro.
El favorito del rey no lo dudó ni un momento y, en pocos días, llegaron sus órdenes a Cartagena: la flota debía partir con la mayor premura posible. «Salió pues, del puerto, el 1º de febrero, arbolando D. José de Córdova la insignia de general jefe en el navío “Santísima Trinidad”, coloso de 130 cañones, único de cuatro puentes que en el mundo naval existía; otros seis de tres puentes y 112 piezas; uno de 80, 19 de 74, o sean 27 en total, le obedecían, con ocho fragatas, cuatro urcas, un bergantín y 28 lanchas cañoneras y bombarderas», completa el experto español.
Cuadro que representa el final de la Batalla
Durante las jornadas posteriores, esta impresionante armada navegó, bandera española en popa, hacia aguas malagueñas, donde se les unió un convoy mercante con órdenes de arribar también a Cádiz. Casi una semana después, esta gigantesca escuadra pasó cerca del puerto de Algeciras, lugar en el que atracaron tres de los navíos y la totalidad de las lanchas torpederas.
En menos de 24 horas llegó, a su vez, el resto del grupo hasta las proximidades del puerto de Cádiz, donde únicamente entraron los buques mercantes. Y es que, según parece, Córdova prefirió esperar a que los fuertes vientos amainasen para no arriesgar ninguno de sus buques. Por ello, dio órdenes a la escuadra de dirigirse hasta las tranquilas aguas del cabo de San Vicente, ubicado en el extremo sudeste de Portugal.
Lo que no sabía el almirante es que cerca de este nuevo destino había ubicado sus buques Jervis a quién, además, se le había unido un refuerzo de varios bajeles provenientes de la pérfida Albión. «Córdova estaba en la firme creencia de no tener el almirante Jervis más que los 10 navíos que tiempo atrás se le conocían; así se lo habían avisado de Madrid, y más de un buque neutral (…) lo confirmaba (…). Ignoraba que en los últimos días se le habían unido seis {lo que hacía un total de 15} (…) y navegaba en la seguridad completa de no tener nada que temer con los 24 puestos a su cuidado», añade Duro.
Por su parte, Jervis, a pesar de contar con un número menor de navíos, estaba mejor informado, ya que uno de sus subordinados, el entonces comodoro (y futuro contralmirante) Horatio Nelson, había avistado días antes a la flota española. El británico, asimismo, conocía la falta de coordinación de la armada hispana y la escasa experiencia de sus tripulaciones, por lo que aconsejó a su almirante atacar. El sexagenario líder, tras considerarlo, fue de la misma opinión: con sus 15 navíos embestiría a una fuerza que casi le doblaba en número. Nuevamente, quedó claro que la modestia no era una de las cualidades inglesas. Así pues, dispuso sus buques en dos columnas y ordenó que varias fragatas se adelantaran para explorar el terreno.
Las flotas, cara a cara
Dispuestas las piezas sobre el mar –el cual hacía las veces de improvisado tablero de ajedrez- comenzaron los movimientos de ambas flotas. Los primeros avistamientos entre ambas armadas se llevaron a cabo en la fría y brumosa mañana del 14 de febrero –día de San Valentín-. Por entonces la escuadra española navegaba dispersa, pues Córdova consideraba que, al tener tantos buques bajo su mando, no era necesario que se movieran en perfecta formación de combate.
Fue aproximadamente a las ocho cuando un vigía avistó un par de velas en rumbo sur, dirección hacia la que el almirante español envió a los navíos «Don Pelayo» y «San Pablo» con órdenes de investigar y, en caso necesario, entablar combate contra el enemigo. No obstante, con lo que no contaba el líder naval era con que aquellos dos buques se dirigían hacia unas pocas fragatas (buques menores) despachadas por Jervis en misión de reconocimiento.
Así lo recuerda el propio Córdova en el parte que, a la postre, presentó sobre la contienda: «Las circunstancias de estar los horizontes muy cerrados y las embarcaciones del convoy algo dispersas, me determinaron a disponer que los navíos “San Pablo” y “Pelayo”, con la fragata “Matilde”, se atrasasen prudentemente, con objeto de proteger y reforzar los cazadores que navegaban a retaguardia. Así lo hicieron (…) y el resto de la escuadra siguió sin alteración, formada en tres columnas».
El inesperado avistamiento del inglés
Aproximadamente a las nueve de la mañana Córdova, desde el «Santísima Trinidad», volvió a hacer señas a la escuadra para formar en tres columnas, algo casi imposible debido al viento y a lo tarde que se había dado la orden. Apenas unos minutos después, de entre la niebla aparecieron varias velas bajo la bandera británica. El enemigo había hecho su aparición y, gracias a la meteorología, había conseguido formar dos columnas y acercarse más de lo deseado a la flota hispana.
«Serían las nueve de la mañana cuando algunos buques de la izquierda indicaron la vista de una vela sospechosa, y siendo rumbos donde navegaban embarcaciones nuestras de poca fuerza, se mandó dar caza al “Príncipe” (…) La calima de que estaba cubierto el horizonte no permitió verlas desde este buque, pero no obstante, (…) a las diez [nos convencimos] de que las embarcaciones avistadas componían una escuadra enemiga de 15 a 18 navíos», señala el almirante.
Avistado el enemigo, Córdova hizo señas a todos sus buques para que formaran una línea de batalla con la que cañonear a los ingleses, pero ya era tarde. El desorden era tal que el la escuadra española quedó dividida en tres columnas. La primera –el grupo principal- quedó formado por 16 navíos entre los que se destacaba, a la cabeza, el «Santísima Trinidad». La segunda, más adelantada, contaba con cinco buques –entre ellos los navíos «Oriente», «Príncipe de Asturias» y «Conde de Regla»-. Finalmente, el tercer grupo se correspondía con los dos barcos enviados al sur horas antes para combatir contra un enemigo fantasma. No obstante, el problema mayor era que entre las tres montoneras de bajeles había un extenso espacio de mar hacia el que se dirigía, desde el norte, la armada británica.
El osado plan de Jervis
Dividida su escuadra, Córdova cometió entonces uno de los errores que, a la postre, acabarían dando la victoria a los ingleses: ordenó a todos los navíos virar sobre sí mismo y cambiar de dirección. Al parecer, con esta maniobra intentó cerrar el hueco existente entre los tres grupos de navíos. No obstante, su plan no pudo ser más desastroso pues la niebla impidió que los cinco buques en vanguardia observaran las señas y mantuvieron el rumbo durante algún tiempo más. Esto, lejos de solucionar el problema, aumentó más si cabe el hueco por el que tenían pensado colarse los ingleses.
«Formando rápidamente su línea de combate [Jervis] la dirigió por el claro de los grupos principales, sin caer en la tentación de agobiar a los cinco navíos del pequeño, que parecía de presa segura, porque, atacándolos, en poco tiempo tendría sobre sí a todo el otro grupo. Este fue el elegido para la osada acción que discurría, pensando darle cabo por partes: llégose a la cola, donde, por la irregularidad de los movimientos, se hallaba el navío de la insignia de Córdova, y orzando de la misma vuelta, envolvió a los seis últimos», destaca Duro en su obra.
Comienza la batalla
El reloj marcaba las 11 de la mañana cuando la totalidad de la flota inglesa rompió fuego contra la armada española. Por entonces la batalla distaba mucho de pintar bien para los hispanos, pues los movimientos ordenados por Jervis habían provocado que sus 15 navíos se enfrentaran únicamente a 6 de Córdova cuyos capitanes, cañoneados por doquier, no tuvieron más remedio que apretar los dientes hasta que sus compañeros lograran virar y unirse al combate.
«El “Mejicano” pudo formar parte de nuestra proa (…) y emprendió acción con el navío más adelantado de la línea enemiga, toda la cual se empleó en el discurso de la tarde contra los navíos “Soberano”, “Salvador”, “San José”, “San Nicolás”, “San Isidro” y “Trinidad”, cuyos únicos buques sostuvieron lo principal y más ardiente del combate contra la escuadra enemiga, esto es, contra fuerzas cuadruplicadas, si se atiende, además del número, a la superioridad de fuegos sobre los nuestros», añade Córdova en su informe. Y es que, a pesar de que era cierto que aquel día los españoles carecían de un líder que les llevase a la victoria, lo que no les faltaban eran gónadas.
Nelson, al abordaje
No obstante, el valor sólo no puede vencer una batalla, y pronto la falta de un general apto comenzó a palparse en el ambiente. Así pues, el carecer de una línea de batalla bien estructurada provocó que los buques españoles se fueran amontonando y estorbándose unos a otros, hasta el punto de que el navío «San Nicolás» no pudo evitar embestir al «San José». Enredados, ambos barcos tuvieron que detener sus cañones para no destruir a su compañero, cosa que aprovechó Nelson para –a bordo del «Captain»- dar algo más de guerra si cabe.
«Habiéndose enredado en aquella confusión, desmantelados ambos, y habiendo caído los aparejos y velas por el costado, delante de las baterías, tuvieron que suspender sus disparos para no incendiarse con ellos, y quedaron sin defensas. (…) En esta disposición abordó Nelson con el “Captain” al “San Nicolás”, entrando por popa», destaca Duro. Sables, hachas y pistolas en mano, los guiris no tuvieron piedad y acabaron con el capitán del navío, D. Tomás Geraldino, y con su tripulación, más preocupada por maniobrar para no causar daños al «San José» que por el asalto.
No contento con eso, Nelson aprovechó esta esperpéntica situación y, una vez tomado el «San Nicolás», lo usó de plataforma para llegar hasta el siguiente buque. «Rendido el bajel, sirvió de puente a los ingleses para pasar al inmediato “San José”, no desembarazado aún, y que no estaba tampoco en estado de prolongar la defensa. El general Winthuysen, mutilado en el combate de la Leocadía por una bala de cañón, acababa de ser despedazado por otra, y siete oficiales y 149 individuos de todas clases, muertos o heridos, henchían la cubierta», completa el militar español. Finalmente, después de ellos se rendirían el «Salvador» y el «San Isidro». La lucha comenzaba a tocar a su fin.
El combate del «Trinidad»
Mientras Nelson se ganaba sus medallas, una gran parte de la flota inglesa cañoneaba al coloso español, el «Santísima Trinidad» desde el cual Córdova trataba de dirigir las operaciones sin caer muerto por alguna bola de cañón o esquirla de las cientos que le llovían. Concretamente, la principal prioridad del almirante era hacer señas a los buques aliados para que, lo más rápido posible, se unieran a la contienda. En cambio, ya fuera porque no las vieron, o porque prefirieron huir de las bofetadas, ningún buque decidió entrar en fuego.
Desesperado, Córdova hizo todo lo posible por devolver los cañonazos que recibía el barco conocido como «El Escorial de los mares». «El navío “Trinidad” fue batido toda la tarde por un navío de tres puentes, que le dio el costado, y tres de 74, que le cañonearon a metralla y palanqueta. (…) El que tenga presente esta circunstancia y sepa la celeridad y certeza con la que los ingleses manejan su artillería, inferirá cual sería nuestra situación a las cuatro de la tarde y después de cinco horas de combate. A más de tener sobre 200 muertos y heridos, apenas había cabo sin faltar, ni verga o palo sin rendir. No obstante de todo, manteniendo aún la vela del trinquete, aunque con 200 balazos, pude (…) conseguir que el navío mantuviese la cabeza y continuara la acción más de otra hora», añade el almirante en el informe.
Durante los siguientes minutos, la situación del «Trinidad», lejos de mejorar, se hizo aún más desesperada. Rodeado por todos sus costados, quedó inmóvil cuando los cañones ingleses le destrozaron los palos y las velas. De hecho, tal era el número de disparos guiris que recibió que, al parecer, su gigantesco casco quedó a la deriva acompañado por una perpetua niebla provocada por la pólvora.
Superado, Córdova se reunió entonces con sus subordinados y tomó una dura decisión, como bien explica en sus anotaciones posteriores a la contienda: «En esta situación de cosas convoqué al comandante y oficiales, y todos fueron unánimes de dictamen que el navío no podía sostener por más tiempo la acción. (…) Convencido yo de lo mismo, no hubiera de todos modos podido menos de adherirme al dictamen de unos oficiales inteligentes. (…) En consecuencia de todo, mandé suspender el fuego de los pocos cañones que podían hacerle y di disposiciones para indicar a los enemigos mi resolución».
Disposición de los navíos durante la Batalla de Trafalgar
En esas andaba el «Trinidad» (bajando la bandera española para indicar su rendición) cuando, repentinamente y cruzando el horizonte, aparecieron por el costado el «San Pablo» y el «Don Pelayo» lanzando andanada tras andanada a los soldados de la Royal Navy. Al fin, y tras haber sido enviados al sur, habían conseguido entrar en combate, y, por suerte, habían elegido el mejor de los momentos.
A su vez el ataque de esos dos heroicos capitanes (Baltasar Hidalgo y Cayetano Valdés respectivamente) se vio acompañado por varios de los navíos que, durante la acometida, habían quedado en vanguardia. «El refuerzo de estos dos navíos recayó sobre la incorporación oportuna del “Conde de Regla” (…) y del “Príncipe”, que llegó poco después, y la vanguardia, que hasta ese punto no hizo movimiento», destaca Córdova.
Superados ahora por la escuadra española, los ingleses no tuvieron reparo en retirarse habiendo hecho una presa de cuatro navíos españoles y dejando tras de sí a 1.281 hispanos muertos o heridos. Por su parte, ellos sólo tuvieron que llenar unas 75 tumbas. Sin duda, una gran victoria para una flota que, en principio, poco podía hacer en contra de los poderosos y cuantiosos buques de guerra de Córdova. Así, la de San Vicente se convirtió en una batalla de leyenda en Inglaterra hasta la llegada de la contienda de Trafalgar. Pero eso, como se suele decir, es otra historia.
Fuente: http://www.abc.es/
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